Un niño recibe un regalo inesperado de un vagabundo en su decimoquinto cumpleaños que cambia todo lo que sabía sobre quién era y de donde venía.
Eugenio Manrique nunca había logrado comprender la razón por la que su padre, Jacobo, lo rechazaba. Tenía catorce años, pero desde que tenía memoria recordaba que a él no le había gustado tocarlo, y de hecho, nunca lo hacía.
No jugaba con él; cuando le hablaba, su voz era fría y jamás lo llamaba por su nombre. No era así con sus hermanos menores. Con ellos era amable, atento y amoroso.
Eugenio solía pensar que había algo mal con él. Por suerte, su madre, Cristina, era un ser muy especial, y de muchas maneras lograba compensar la frialdad de su padre. O al menos lo intentaba.
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Sin embargo, él siempre había tenido la sensación de que ella no era feliz. A veces captaba en su rostro una mirada llena de tristeza. Cuando le preguntaba qué le pasaba, ella sonreía y decía que todo estaba bien.
Una vez, Eugenio trató de hablar con su padre, y él apenas le había prestado atención. Casi de inmediato, se dio media vuelta y lo dejó hablando solo.
Cuando el adolescente le habló a su madre sobre la aversión de su padre por él, Cristina simplemente lo abrazó muy fuerte y le dijo: “¡Bebé, eres tan amado! ¡Nunca olvides eso!”.
Todo cambió el día antes de que Eugenio celebrara su cumpleaños número 15. Regresaba de la escuela cuando vio a un vagabundo caminando por su calle.
Eso le sorprendió mucho. El suyo era un barrio privilegiado y los vagabundos no caminaban por allí. Su padre era un hombre de negocios brillante y su familia tenía una privilegiada situación económica.
Delante de él estaban dos de sus vecinos, que también eran compañeros de escuela: Gregorio y Enrique. Los dos niños estaban parados frente al vagabundo, obstruyéndole el camino y burlándose de él.
“¡Hueles a basura!”, le decía Greg, al tiempo que le daba un empujón al mendigo. “¡No permitimos que personas tan sucias entren en este vecindario!”.
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El hombre levantó las manos. “Por favor”, dijo. “No quiero ningún problema, solo estoy de paso…”.
Enrique se sumó a su amigo y le dio al hombre un empujón aún más fuerte. “¡No quieres problemas, pero ya los encontraste!”, le grito. “¡No te queremos en nuestra calle!”.
Eugenio no pudo soportarlo más se metió entre sus vecinos y el mendigo. “Paren”, dijo. “¡Dejen que este hombre se vaya!”.
Los jóvenes lo miraron con sorpresa y Greg se burló. “¿Qué vas a hacer? ¿Invitarlo a tu fiesta de cumpleaños mañana? ¿Te encanta la suciedad?”.
“Déjenlo”, insistió Eugenio, y dejó caer su mochila y apretó los puños. Greg y Enrique pudieron ver que hablaba en serio, y Eugenio no era alguien con quien quisieran pelear. Era un chico fuerte y un atleta de élite, no un débil vagabundo hambriento.
Maldiciendo al hombre y a Eugenio, los dos chicos salieron corriendo. Luego, el joven se volvió hacia el mendigo y le preguntó: “¿Estás bien?”.
El hombre asintió. “Sí”, dijo. “Gracias por su ayuda. Esos muchachos… Todo lo que quería era encontrar la dirección de un viejo amigo…”.
“¿Quieres algo, un poco de agua o algo de comer?”, preguntó Eugenio.
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“¡No, no te preocupes por mí!”, dijo. “Estoy bien. ¡Eres un chico amable! ¿Cómo te llamas?”.
Eugenio sonrió y alargó la mano para estrechar la del vagabundo. “Soy Eugenio Manrique. ¿Cuál es el tuyo?”.
“¿Manrique?”, preguntó el hombre, con un brillo especial en sus ojos. “Me llamo Maximiliano, pero puedes llamarme Max”.
Eugenio se fue a casa y pronto olvido ese encuentro. Su madre estaba preparando todo para su fiesta de cumpleaños y su padre se quejaba de que se había retrasado en hacer la cena.
Jacobo odiaba cuando Cristina se ocupaba de su primogénito y Eugenio sabía que su fiesta de cumpleaños sería una pesadilla. Su padre encontraría la manera de estropearlo, siempre lo hacía. Así que prefirió subir a su habitación y mantenerse alejado del alboroto.
Al día siguiente, era su decimoquinto cumpleaños. “Tres años más y voy a la universidad”, se dijo a sí mismo. “Y esta pesadilla habrá terminado”.
A media tarde empezaron a llegar los invitados. En su mayoría eran amigos de sus padres y de sus hermanos, y muy pocos amigos del cumpleañero. Era casi como si la fiesta fuera para sus hermanos pequeños.
Cuando sonó el timbre, Jacobo gritó: “¡Abran la puerta! ¡Probablemente, sea el mago que contraté para los niños!”.
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Eugenio no podía creerlo, un mago en su fiesta de 15 años, ¡Qué absurdo!. Al abrir, reconoció al hombre sin hogar estaba parado allí. “Hola”, dijo. “Ayer esos chicos dijeron que era tu cumpleaños, así que te traje un regalo”.
Abrió la mano y le ofreció un bonito relicario de oro con una cadena. Eugenio lo tomó vacilante. “Es muy bonito, pero no puedo aceptarlo…”. Extendió su mano para devolverlo, cuando se abrió el pestillo del costado y vio la foto en el interior.
¡Era su madre con un vestido de novia, y estaba de pie junto a una versión más joven del vagabundo! Eugenio exclamó. “¿Quién eres?”, gritó, y luego llamó a su madre: “¡MAMÁ! ¡MAMÁ! ¡Ven aquí!”.
Algo en su voz debió transmitir su urgencia porque Cristina corrió hacia la puerta. Cuando vio al hombre sin hogar, sus rodillas casi cedieron. “¿Maximiliano?”, susurró. “Max, eres tú?”.
El hombre dio un paso adelante y su rostro se iluminó. De repente, se veía exactamente como el hombre de la foto. “Cristy”, dijo en voz suave. “Te he estado buscando, tratando de recordar… Recordé la dirección de Jacobo… ¿Estás aquí para la fiesta de cumpleaños de su hijo?”.
Cristina estaba llorando y envolvió sus brazos alrededor de Max y sollozó. Eso fue lo que vio Jacobo cuando llegó a la puerta para averiguar por qué estaban tardando tanto.
Cristina estaba mortalmente pálida. “¡Jacobo, me dijiste que Max se había ahogado en aquel viaje de pesca! ¡Me dijiste que estaba muerto!”.
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Jacobo encogió los hombros y habló sin mirar a su esposa a los ojos. “Se cayó, se golpeó la cabeza con el tronco de un árbol…”, dijo. “Cuando despertó no podía recordar su propio nombre”.
“Siempre te he amado, Cristina, pensé que era mi oportunidad. No lo lastimé. Lo llevé a un hospital y me fui. Nunca lo lastimé”.
“¡Me rompiste el corazón!”. Cristina lloró. “Eugenio creció sin su padre, y Max estuvo vagando en las calles, sin saber ni quien era”.
“¡Sigo siendo tu esposo!”, dijo Jacobo con enojo. “¡Soy el padre de tus hijos!”.
Cristina negó con la cabeza. “¡Te casaste conmigo sabiendo que mi esposo todavía estaba vivo!”.
“¡Vete a vivir con tu esposo sin hogar y tu mocoso debajo del puente!”, gritó Jacobo con resentimiento. “¡No tienes nada!”.
Cristina sonrió. “Estás equivocado”, dijo con calma. “Nunca vendí nuestra antigua casa. Tenemos un lugar donde vivir, y preferiría ser pobre con él que vivir contigo y tu dinero. ¡Mañana volveré por mis niños!”.
Al día siguiente, Cristina buscó a sus hijos pequeños y les explicó todo lo mejor que pudo. Max de a poco comenzó a recordar más detalles de su antigua vida y a recuperar sus fuerzas.
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En cuanto a Jacobo, sus abogados ofrecieron a Max y Cristina una gran compensación para evitar cargos criminales y usaron el dinero para comenzar una nueva vida con sus tres hijos, a quienes Max amó y trató siempre por igual.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Hay poder en la verdad. Jacobo le mintió a Cristina, pero cuando se reveló la verdad perdió todo lo que había obtenido con artimañas.
- Tratar a cada ser humano con respeto. Eugenio fue amable y respetuoso con el vagabundo, incluso corriendo el riesgo de estar en medio de una pelea con sus amigos solo para evitar que lo maltrataran injustamente. Al final, descubrió que ese era su padre.
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