Kevin ya tenía un disfraz hecho por su madre , ayudaba a su padre a decorar su casa y se imaginaba todos los caramelos que recogería. Pero una casa sin decorar de su calle seguía molestándole. No entendía por qué alguien dejaba de celebrarlo, así que decidió que quizá necesitaran ayuda.
Era casi Halloween y todo el vecindario bullía de entusiasmo. Todos los patios parecían competir por el título de “el más espeluznante del bloque”.
Calabazas con sonrisas dentadas se alineaban en las aceras, esqueletos de plástico colgaban de los árboles y telarañas algodonosas se aferraban a los porches.
El aire olía a hojas secas y caramelos, y Kevin, de once años, lo respiró todo, con el corazón palpitándole de emoción.
Solo con fines ilustrativos | Fuente: Midjourney
Halloween era su día favorito del año, un día en el que podías ser quien quisieras, y a Kevin le encantaba cómo el mundo entero parecía transformarse durante una noche mágica.
Mientras paseaba por la acera, sus ojos iban de una casa a otra, cada una engalanada con linternas o fantasmas espeluznantes. Kevin no pudo evitar sonreír.
En algunas casas incluso se oían espeluznantes efectos de sonido, como brujas cacareando o puertas chirriantes.
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Pero a medida que avanzaba por la calle, algo le llamó la atención, algo que no encajaba.
Había una casa oscura y vacía, totalmente opuesta a las casas festivas que la rodeaban. No había calabazas. Ni telarañas. Ni esqueletos.
Ni siquiera una pequeña decoración. Kevin frunció el ceño al darse cuenta de quién era: la casa de la señora Kimbly.
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Se detuvo en seco, mirando el porche desnudo. Recordaba bien a la señora Kimbly. Era una mujer mayor que vivía sola y era reservada la mayor parte del tiempo.
Kevin la había ayudado antes, cortándole el césped en verano y quitándole la nieve en invierno. Ella nunca hablaba mucho, sólo le pagaba antes de volver a entrar.
Pero hoy su casa parecía fuera de lugar, como si no perteneciera al mismo alegre vecindario.
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¿Por qué la señora Kimbly no había decorado para Halloween? Todos los demás lo habían hecho. Kevin no podía quitarse de encima la sensación de que algo no iba bien.
Al fin y al cabo, Halloween era una época para divertirse, y no parecía justo que nadie se lo perdiera, sobre todo alguien que vivía solo como la señora Kimbly.
A Kevin se le estrujó un poco el corazón. Quizá sólo necesitaba ayuda, pensó. Quizá no podía decorar sola.
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Decidido, Kevin se dio la vuelta y cruzó corriendo la calle en dirección a su casa. Las hojas crujieron bajo sus zapatillas al subir los escalones de la puerta principal.
Dudó un momento y llamó a la puerta. El sonido resonó en el silencio y Kevin se movió nervioso. Al cabo de una eternidad, la puerta se abrió con un chirrido.
Allí estaba la señora Kimbly, con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados tras unas gruesas gafas.
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Parecía como si la hubieran interrumpido de algo importante.
“¿Qué quieres, Kevin?”, preguntó bruscamente, con voz grave y ronca.
Kevin tragó saliva.
“Hola, señora Kimbly. Acabo de darme cuenta de que… bueno, su casa no tiene ninguna decoración de Halloween, y pensé que quizá se había olvidado. Podría ayudarla a poner algunos, si quiere”.
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Los ojos de la señora Kimbly se entrecerraron aún más, si eso era posible.
“No me he olvidado”, espetó. “No necesito adornos ni ayuda. Ahora vete”. Fue a cerrar la puerta.
“¡Podría hacerlo gratis!”, soltó rápidamente.
“No tendría ni que mover un dedo”.
La señora. Kimbly frunció el ceño. “¡No!”, exclamó antes de cerrar la puerta con un fuerte portazo.
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Kevin no se lo podía creer. ¿Cómo podía alguien odiar tanto Halloween?
Sabía que si su casa seguía sin decorar, los otros niños podrían hacer travesuras en ella, como tirar papel higiénico por todo el jardín.
Kevin suspiró y se dio la vuelta para marcharse, pero mientras se alejaba, un plan empezó a formarse en su mente.
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Cuando Kevin llegó a casa, encontró a su madre, Sarah, en la cocina, ocupada removiendo una olla de sopa. El reconfortante olor a caldo de pollo llenaba el ambiente, pero el niño apenas se dio cuenta.
Su mente seguía zumbando con pensamientos sobre la casa oscura y sin decorar de la señora Kimbly.
“Mamá, ha pasado algo raro”, dijo Kevin, sentándose a la mesa de la cocina. Sarah se volvió hacia él, limpiándose las manos en una toalla.
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“¿Qué pasa, cariño?”, le preguntó, prestándole toda su atención.
Kevin se apresuró a explicarle que la casa de la señora Kimbly era la única de la calle sin adornos de Halloween, y que ella le había cerrado la puerta en las narices cuando se ofreció a ayudarle.
Pero cuando mencionó el nombre de la señora Kimbly, la expresión de Sarah cambió. Su rostro se suavizó y una mirada distante nubló sus ojos.
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“Quizá sea mejor dejarla sola”, sugirió Sarah con suavidad.
“Probablemente esté pasando por algo que no comprendemos. La gente puede tener razones para hacer cosas que quizá no conozcamos”.
Kevin frunció el ceño y negó con la cabeza.
“Pero, mamá, necesita ayuda. No creo que esté realmente enfadada… Creo que sólo está triste. Se supone que Halloween tiene que ser divertido. No debería pasarlo sintiéndose mal”.
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Los labios de Sarah se curvaron en una suave sonrisa, pero sus ojos mostraban preocupación.
“Tienes buen corazón, Kevin. Ten cuidado, ¿vale? A veces la gente no está preparada para recibir ayuda, ni siquiera cuando la necesita”.
Sus palabras permanecieron en la mente de Kevin mientras subía a su habitación. Pero no podía quitarse de la cabeza la idea de que la señora Kimbly no odiaba Halloween, sólo se sentía sola.
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Con renovada determinación, Kevin reunió todos los adornos de Halloween que pudo encontrar: luces de colores, arañas de plástico, algunos de sus juguetes e incluso su calabaza favorita, la que se había pasado horas tallando.
Kevin lo cargó todo en un pequeño carro y se apresuró a volver a casa de la señora Kimbly.
El viento agitaba los árboles mientras él trabajaba, colgando cuidadosamente las luces y colocando las calabazas a lo largo del porche.
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La casa empezó a transformarse, como las demás de la calle. Pero cuando Kevin estaba dando los últimos toques, la puerta principal crujió al abrirse.
La señora Kimbly salió furiosa, con el rostro demudado por la ira.
“¡Te he dicho que no decores mi casa!”. La voz de la señora Kimbly resonó en el porche, aguda y furiosa, haciendo saltar a Kevin.
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El corazón le latía con fuerza en el pecho mientras permanecía inmóvil, mirándola fijamente.
“¿Qué has hecho?”, continuó ella, con los ojos desorbitados por la ira.
Kevin tragó saliva y su voz apenas fue un susurro. “Sólo quería ayudar”, dijo, intentando explicarse. “Es Halloween…”.
Pero antes de que pudiera terminar, la señora Kimbly lo interrumpió.
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“¡Odio Halloween!”, gritó, con la voz temblorosa por la frustración.
Los ojos de Kevin se abrieron de par en par cuando ella dio un paso hacia delante y recogió la calabaza más cercana, la que él mismo había tallado. La que se había pasado horas perfeccionando, dedicándole una sonrisa de dientes.
Sin dudarlo siquiera, la señora Kimbly levantó la calabaza y la estrelló contra el suelo con un sonoro crujido.
Kevin observó estupefacto cómo la calabaza se partía en pedazos y los trozos anaranjados se esparcían por el porche. Se le retorció el estómago al contemplar las ruinas de su calabaza favorita.
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Estaba allí de pie, respirando con dificultad, con la cara aún llena de ira, pero había algo más -algo más profundo- que se ocultaba tras su expresión furiosa.
“Lo siento”, susurró Kevin, con voz apenas audible.
Se dio la vuelta y echó a correr antes de que la señora Kimbly pudiera decir nada más.
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Aquella noche, Kevin se puso el disfraz de vampiro, pero no consiguió contagiarse del espíritu de Halloween.
Mientras iba de casa en casa con sus amigos, recogiendo caramelos, su mente volvía una y otra vez a la casa oscura y sin decorar de la señora Kimbly. Sabía lo que se avecinaba.
Los otros niños no lo entenderían. Sin caramelos ni adornos, atacarían su casa, tirando papel higiénico o cosas peores, y Kevin no podía dejar de preocuparse por ello.
Decidido a no dejar que nadie arruinara la noche de la señora Kimbly, Kevin se dirigió hacia su casa, con la capa de vampiro ondeando tras él.
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El aire era fresco y las calles estaban llenas de niños disfrazados, risas y el sonido de las hojas crujiendo bajo sus pies.
Pero a Kevin ya no le interesaba el truco o trato. Sólo podía pensar en la señora Kimbly, sentada sola en su oscura casa, sin adornos ni caramelos que repartir.
Cuando llegó, se sentó en los escalones del porche, agarrando la bolsa medio llena de caramelos que había recogido hasta entonces.
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Las calabazas que había colocado antes seguían brillando débilmente en el crepúsculo, pero la escena festiva no parecía adecuada sin su participación.
Cada vez que un grupo de niños se acercaba por el sendero, esperando ansiosamente caramelos, Kevin se levantaba y les entregaba algunos de su propia bolsa.
“La señora Kimbly no está en casa”, explicaba, intentando parecer alegre, aunque su alijo de caramelos desaparecía rápidamente.
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Algunos niños parecían confusos, otros se encogían de hombros y tomaban los caramelos alegremente. A Kevin no le importaba. Sabía que era mejor que tenerlos revolviendo la casa.
Al cabo de un rato, mientras Kevin estaba sentado solo en el porche, observando cómo el vecindario bullía con la diversión de Halloween, la puerta que tenía detrás crujió al abrirse.
Sobresaltado, se volvió y vio a la señora Kimbly de pie, con el rostro ya no se retorcía por la ira. Lo miró, con expresión más suave y los hombros menos tensos.
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“¿Qué haces aquí, Kevin?”, preguntó, con voz más baja que antes.
Kevin se movió nervioso. “No quería que nadie dañara su casa”, dijo simplemente, mirándola.
“Sé que no le gusta Halloween, pero pensé que quizá podría ayudarla”.
La señora Kimbly vaciló, luego suspiró profundamente y se sentó a su lado en los escalones.
Se quedó callada un momento, mirando a la calle, observando a los niños correr de casa en casa.
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Su habitual expresión severa se suavizó aún más y, cuando por fin habló, su voz tenía un deje de tristeza.
“Siento lo de antes”, dijo. “No estaba enfadada contigo, Kevin. Es que… Halloween es duro para mí. No tengo hijos ni nietos, y ver que todo el mundo lo celebra me recuerda lo sola que estoy”.
A Kevin se le encogió el corazón. Nunca se lo había planteado así. “Pero no tiene por qué estar sola”, dijo, volviéndose hacia ella.
“Puede seguir disfrutando con el resto de nosotros. Estaremos encantados de que se una”.
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La señora Kimbly esbozó una pequeña y triste sonrisa, con los ojos brillantes de emoción.
“Tienes razón, Kevin. He dejado que mi soledad se apoderara de mí durante demasiado tiempo”. Se acercó a él y le dio unas palmaditas en la mano, un gesto de amabilidad poco frecuente en ella.
“Gracias por lo que has hecho hoy. Y siento lo de tu calabaza. No debería haberla roto”.
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Kevin sonrió y se le encogió el corazón al oír sus palabras. “No pasa nada”, dijo. “Tengo otra en casa. La traeré y podremos tallarla juntos”.
La señora Kimbly rio suavemente, algo que Kevin no había oído antes. Mientras le veía salir corriendo a por la calabaza, por primera vez en años, volvió a sentir el calor de Halloween, todo gracias a la amabilidad de un chico decidido.
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