Nunca imaginé que una visita navideña para conocer a la familia de mi novio me pondría a prueba de esta manera. Desde cenas tensas hasta invitados inesperados, nada salió como estaba previsto. Pero cuando llegó su ex, decidí entrar en su juego.
Siempre me consideré una mujer ambiciosa. ¿Mi carrera? Por buen camino. ¿Mi vida? Casi perfecta. Había construido un mundo en el que el éxito era una meta que siempre alcanzaba.
Pero mientras estaba en el porche de casa de los padres de Brian, agarrando una botella de vino costoso como si fuera mi salvavidas, me di cuenta de que este reto podría ser el más difícil que me quedaba.
Imagen con fines ilustrativos | Foto: Midjourney
La casa se alzaba ante mí, con sus grandes columnas y un exterior impecable que gritaba perfección. Parecía tan pulida, tan inmaculada, que podría haber sido el decorado de una película navideña.
Mi confianza vaciló. Esbocé mi mejor sonrisa, aunque me temblaban las manos.
“Estarás bien”, dijo Brian. Me puso una mano reconfortante en el hombro. “Te van a querer. Confía en mí”.
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Asentí, tragando saliva con dificultad, pero mis ojos seguían fijos en la casa. “No son ellos los que me preocupan”, bromeé débilmente.
Brian me dedicó una sonrisa alentadora y llamó al timbre. Un momento después, la puerta se abrió de golpe y allí estaba Cora, la madre de Brian.
Era alta y agraciada, con un traje elegante perfectamente entallado. Ni un solo mechón de su pelo, pulcramente peinado, estaba fuera de lugar.
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“Bienvenida”, dijo con voz suave como la seda.
Sus ojos se movieron sobre mí como un escáner, observando cada detalle de mi atuendo, mi postura y mi presencia.
“Encantada de conocerte”, dije alegremente, ofreciéndole la botella de vino. “Pensé que podría acompañar bien la cena”.
“Qué considerada”, dijo, aunque su tono sugería que pensaba lo contrario.
La cena no fue mucho mejor. Sentada a la larga mesa del comedor, me encontré bajo un foco de atención.
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“Bueno, Sara”, empezó Cora, cruzando las manos con elegancia. “¿A qué te dedicas?”.
“Trabajo en marketing”, respondí. “Estoy especializada en estrategia de marca”.
“Marketing. Eso debe mantenerte… ocupada”.
“Así es”, dije con una sonrisa cortés. “Pero me encanta”.
Las preguntas se sucedían. ¿Qué planes tenía? ¿Cocinaba yo? ¿Por qué comía raciones tan pequeñas? Cada pregunta parecía menos una conversación educada y más un interrogatorio. Cuando terminó la comida, Cora me sonrió al otro lado de la mesa.
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“Brian siempre ha tenido un gusto excelente para las mujeres”, dijo, con un tono dulce. “Claro que incluso el mejor gusto puede flaquear a veces”.
Sus palabras flotaban en el aire, cargadas de juicio. Forcé una sonrisa, pero por dentro me sentía como si acabara de suspender un examen que ni siquiera sabía que estaba haciendo.
***
A la mañana siguiente, me levanté decidida. La repostería era mi arma secreta. Si algo podía ganarse a la familia de Brian, era la famosa tarta de mi madre.
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Cuando entré en la bulliciosa cocina, puse los ingredientes sobre la encimera. Era hora de hacer magia.
“Buenos días, Sara”, la voz de Cora cortó el aire como un cuchillo.
“Buenos días, Cora”, dije sonriendo. “Hoy he pensado hacer una tarta con la receta de mi madre”.
“¿Tarta?”, murmuró, y luego volvió su atención a la cafetera.
Yo la ignoré, enrollando la masa con cuidadosa precisión.
Brian entró: “¿Tarta para desayunar?”.
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“Es para más tarde”, dije, agitando el rodillo hacia él. “Y va a quedar perfecta”.
“Tú puedes”, susurró, dándome un rápido beso en la frente.
La tarta entró en el horno, y el aroma cálido y dulce llenó la casa. Cuando salió dorada y fragante, coloqué la tarta sobre la mesa con una sonrisa orgullosa.
“Es una tradición familiar”, dije, dándole a la madre de Brian el primer trozo.
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Cora le dio un mordisco y su rostro palideció.
“Oh, cielos”, dijo, tosiendo delicadamente en una servilleta. “¿Hay frutos secos en la masa? Soy alérgica a los frutos secos”.
“Sí…”, balbuceé.
“No pasa nada”, dijo con frialdad, dejando el tenedor.
El silencio en la habitación era ensordecedor. Quería desaparecer. Mi única oportunidad de cambiar las cosas acababa de arder en llamas o… mejor dicho, en nueces.
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***
Aquella noche, el salón brillaba con la cálida luz del árbol de Navidad. Todos se habían reunido, incluidos los parientes de Brian, charlando y bebiendo champán. Me senté en el sofá, intentando relajarme, cuando sonó el timbre de la puerta.
“Voy yo”, dijo rápidamente Cora, con una inusitada excitación en la voz.
Momentos después, regresó con una hermosa mujer, mucho más joven que yo.
“¡Oh, mira quién está aquí!”, exclamó Cora, con un tono rebosante de alegría. “Todos, ésta es Ashley. Una vieja amiga de la familia”.
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Ashley entró como si fuera la dueña del lugar. Su pelo perfectamente peinado, el vestido brillante que se ceñía a su figura y su forma de comportarse sin esfuerzo eran como ver una escena sacada de una revista.
“Hola a todos”, dijo con voz burbujeante. “Me alegro mucho de volver a verlos”.
Agarré con fuerza la copa de champán cuando se acercó flotando a Brian.
“¡Brian!”, exclamó, con los ojos iluminados. “¡Ha pasado una eternidad! ¿Recuerdas aquel viaje por carretera a las montañas? Nos lo pasamos tan bien”.
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Brian soltó una risita nerviosa. “Sí, buenos tiempos”.
Ella se rio y le puso la mano ligeramente en el brazo. “¿Y ese restaurante que encontramos? Todavía sueño con aquella pasta”.
Los miré fijamente, mi paciencia se agotaba con cada risita. Ashley revoloteaba a su alrededor como una mariposa. Era la novia de Brian, a quien su madre invitó especialmente para mí. Sonreía, claramente contenta con el pequeño reencuentro.
Bebí un sorbo de champán con la esperanza de que me ayudara, pero no fue así. Antes de que pudiera contenerme, hablé.
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“Invitar a los ex debe de ser una nueva tradición familiar”, dije, lo bastante alto para que la sala me oyera.
La charla cesó. Ashley se volvió hacia mí y su pulida sonrisa vaciló ligeramente.
“Si es así”, continué, con voz dulce pero cortante, “estaré encantada de participar”.
Sin pensarlo, saqué el teléfono y marqué a Josh, mi ex.
“Hola, Josh”, dije, con voz alegre. “¿Qué te apetece hacer esta noche? ¿Te gustaría venir a una fiestecita?”.
Una hora más tarde, Josh entró por la puerta, con una botella de vino en la mano y una amplia sonrisa.
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“¡Hola, Sara!”, dijo, con cara de auténtica emoción.
Me levanté de un salto para saludarle. “Josh, ¡qué alegría verte!”, dije, enlazando mi brazo con el suyo.
Nos reímos, bailamos al ritmo de la música navideña y seguimos el juego como si fuéramos las personas más felices de la sala. Podía sentir todas las miradas clavadas en nosotros.
El rostro de Cora había palidecido y su entusiasmo anterior había sido sustituido por confusión. Ashley parecía incómoda, y Brian… Brian estaba sentado en silencio, con la mandíbula tensa y los ojos clavados en mí.
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Al final de la noche, dejé el vaso y me levanté.
“Creo que es hora de que me vaya”, anuncié.
Cora parpadeó. “¿Te vas?”.
“Sí”, dije con firmeza. “Gracias por tu hospitalidad, pero nunca esperé que me tratara así alguien que dice querer a su hijo”.
La habitación se quedó en silencio.
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“Así que”, añadí, “prefiero estar con alguien que me valore por lo que soy”.
Me di la vuelta, con la cabeza alta, y me alejé, dejando tras de mí la tensión que se respiraba en la habitación.
***
Los dos días siguientes a aquella noche desastrosa me parecieron una eternidad. No me moví del sofá, acurrucada bajo mi manta más cálida, escondiéndome del mundo. Mis únicos compañeros eran una tarrina de helado de menta con trocitos de chocolate y melodramas seguidos.
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Pero lo peor no era la vergüenza con la familia de Brian, sino lo que le había hecho a Josh. No se merecía que lo arrastrara a mi drama. Josh siempre había sido amable conmigo, y la forma en que me miró aquella noche dejaba claro que aún le importaba.
Le envié una docena de mensajes, disculpándome. Cada uno era más largo que el anterior. Por fin llegó su respuesta.
“No pasa nada, Sara. Me alegro de haberte ayudado. Pero la próxima vez, tal vez deberías decirme primero tus verdaderas intenciones. Abrazos”.
No borró la culpa, pero me ayudó a respirar un poco más tranquila. Al menos no había perdido a un buen amigo por mi decisión impulsiva.
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Al tercer día, aún estaba debatiendo si volvería a enfrentarme a Brian cuando llamaron a la puerta. Vacilante, me envolví más en la manta y me acerqué arrastrando los pies. Era Brian.
“Sara, ¿podemos hablar?”, me preguntó cuando abrí la puerta. Parecía cansado.
Me aparté para dejarle entrar. “Brian, yo…”.
Levantó una mano. “Déjame empezar. Siento cómo ha ido todo. No te lo merecías”.
“Brian, tu familia…”, empecé, pero él me interrumpió.
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“Lo sé”, dijo, acercándose. “Sé que fueron injustos contigo. Pero Sara, estuviste increíble a pesar de todo. No necesitabas demostrarles nada”.
Negué con la cabeza, y las lágrimas volvieron a brotar. “No es tan sencillo. No quiero interponerme entre ellos y tú”.
Antes de que pudiera replicar, la puerta crujió al abrirse tras él. Mis ojos se abrieron de par en par cuando entró Cora, con una tarta en la mano. Detrás de ella estaban el padre de Brian, su hermana e incluso su abuela, cada uno llevando algo: flores, pasteles, incluso una corona de Navidad.
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Cora se adelantó. “Sara, te debemos una disculpa. Yo te debo una disculpa”.
Me quedé mirando, sin habla, mientras ella continuaba.
“Fui injusta contigo porque tenía miedo”, admitió. “Brian ha tenido novias a las que sólo les importaba su dinero, que no le querían por lo que es. Pero tú eres diferente. Lo siento”.
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Las lágrimas corrieron por mi cara mientras el padre de Brian añadía: “Queremos arreglar esto”.
Pronto, mi pequeño apartamento se llenó de risas, trozos de tarta e historias. La incómoda tensión se disipó, sustituida por una calidez genuina.
Puede que llegáramos unos días tarde, pero aquella noche celebramos la Navidad como debía ser: juntos, en un verdadero círculo familiar. No fue perfecto, pero fue real.
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