Vecinos adolescentes dañaron la propiedad de una anciana, pero su venganza es algo que nunca olvidarán – Historia del día

Meredith había cuidado de su jardín toda la vida, un santuario creado con amor junto a su difunto marido. Cuando los hijos adolescentes del vecino destruyeron deliberadamente este pacífico refugio para fastidiarla, su mundo se tambaleó. Decidió vengarse y dar a los chicos una lección que recordarán el resto de sus vidas.

Meredith llevaba 40 años viviendo en su casa. Su difunto esposo, James, la había construido con sus propias manos. Cada detalle de la casa estaba lleno de recuerdos de su vida juntos.

Imagen con fines ilustrativos | Fuente: Pexels

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Las vigas de madera del techo, los armarios artesanales de la cocina y la acogedora chimenea del salón llevaban su marca. Habían vivido tranquilamente durante la mayor parte de aquellos años, disfrutando de vecinos amables, calles tranquilas y encantadoras tiendas locales.

Sin embargo, hace unos años, todo cambió cuando los Schneider se mudaron a la casa de al lado con sus dos hijos, Tom y Derek. El señor y la señora Schneider permitían a sus hijos hacer literalmente todo lo que quisieran. Meredith nunca había visto a nadie regañarles, ni una sola vez.

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Cuando recién se mudaron, Tom tenía 10 años y Derek 8. Incluso entonces, siempre estaban causando problemas: jugaban a juegos ruidosos, dejaban sus juguetes en el jardín y, en general, molestaban. Ahora, ya adolescentes, sus travesuras se habían convertido en una pesadilla para Meredith.

La noche que lo cambió todo, estaba tumbada en la cama, mirando al techo. El reloj marcaba las 2 de la madrugada, y los gritos y la música a todo volumen de la casa de los Schneider llenaban el ambiente. Los padres se habían ido de fin de semana, dejando solos a Tom y Derek.

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Habían aprovechado la ocasión para montar una fiesta salvaje. Meredith intentó taparse los oídos con la almohada, pero fue inútil. El ruido era insoportable.

Había intentado ser una buena vecina, siempre con la esperanza de que los chicos dejaran de hacer travesuras. Pero su paciencia se había agotado.

Meredith suspiró profundamente y se levantó de la cama. Se puso la bata y las zapatillas, decidida a poner fin al caos. Cruzó el patio y se acercó a la puerta de los Schneider.

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La música alta y los gritos parecían vibrar a través de las paredes. Llamó con fuerza a la puerta, pero el sonido fue absorbido por el estruendo de la música. Frustrada, abrió la puerta y entró.

La escena que tenía delante era caótica. Había adolescentes por todas partes, gritando y riendo. La música era ensordecedora y había bocadillos esparcidos por el suelo.

Algunos chicos bailaban sobre los muebles y otros se tiraban comida unos a otros. Meredith sintió una oleada de rabia y determinación. Recorrió la habitación y vio un micrófono de karaoke sobre la mesa. Lo tomó y respiró hondo.

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“Tienen diez minutos para dispersarse o llamo a la policía”, gritó Meredith por el micrófono, y su voz resonó en la habitación. Los adolescentes la miraron pero no se movieron, siguieron hablando y riendo como si ella no estuviera allí.

Frustrada, se acercó al altavoz y desenchufó el cable de la pared. La música se detuvo bruscamente y un coro de “¡Eh!” surgió de varias partes de la casa.

Tom se acercó a ella furioso, con la cara roja de ira. “Anciana, ¿te has vuelto loca? ¿No ves que estamos de fiesta?”.

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Meredith se mantuvo firme. “¡No te atrevas a hablarme así, jovencito! Todos tienen diez minutos para irse o llamo a la policía”.

Tom se burló de ella. “¡Llamaré a la policía por allanamiento de morada!”.

Los ojos de Meredith se entrecerraron. “Diez minutos”.

Tom se acercó, con voz desafiante. “¡Y yo te doy diez segundos para que salgas de nuestra casa!”.

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“¿Cómo te atreves a hablar así a tus mayores?”, dijo Meredith, con la voz temblorosa por la ira.

“Vete o tendré que echarte”, amenazó Tom, con tono amenazador.

Meredith dejó caer el micrófono del karaoke al suelo y salió de la casa. Detrás de ella oyó vítores y alabanzas a Tom, los adolescentes celebraban su desafío.

Ignorándolos, marchó hacia su casa. En cuanto cruzó la puerta, tomó el teléfono y llamó a la policía.

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“Hay una fiesta ruidosa y molesta en el 23 de la calle Oak. Tiene que parar”, informó, con voz firme a pesar de su enfado.

En menos de diez minutos llegó la policía. Meredith se quedó fuera, observando cómo los agentes se acercaban a la casa de los Schneider. Los adolescentes empezaron a dispersarse en todas direcciones, y sus risas despreocupadas fueron sustituidas por susurros apresurados y miradas ansiosas.

La policía habló con Tom y Derek y les impuso una multa por los ruidos molestos. Cuando los agentes se marcharon, Derek se dio cuenta de que Meredith estaba cerca. La fulminó con la mirada, con el rostro retorcido por la ira. “¡Te arrepentirás, vieja bruja!”, le gritó.

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Meredith ni se inmutó. Se limitó a hacerles un gesto con la mano y volvió a entrar, sacudiendo la cabeza. No podía entender cómo unos padres podían descuidar tanto la educación de sus hijos como para no enseñarles el respeto básico hacia los demás. Le desconcertaba que los Schneider dejaran que sus hijos se desmadraran sin ninguna consecuencia.

Meredith volvió a su dormitorio y sintió que la invadía una sensación de alivio. Se había defendido y ahora, con suerte, tendría algo de paz. Se tumbó y la tranquilidad de la noche se apoderó de ella. Finalmente, se quedó dormida, con el corazón un poco más ligero.

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A la mañana siguiente, Meredith se despertó sorprendentemente de buen humor. Creía que después de llamar a la policía para denunciar a los chicos de Schneider, por fin dejarían de causar problemas. Tarareó una melodía mientras bajaba a la cocina y se preparaba una taza de café.

El aroma llenó el ambiente y le trajo recuerdos de las mañanas que pasaba con su marido. Meredith decidió tomarse el café en el jardín, como solía hacer con James.

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El jardín era su afición común, y habían pasado incontables horas trabajando juntos en él. Incluso después de su muerte, Meredith sentía su presencia cada vez que salía al jardín.

Con su taza en la mano salió, esperando encontrar paz entre las flores y los árboles. Pero en cuanto vio el jardín, dio un grito ahogado y se le cayó la taza. Se hizo añicos en el suelo y el sonido resonó en el silencio.

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Se le llenaron los ojos de lágrimas y miró horrorizada a su alrededor. Su hermoso jardín estaba destruido. Todas las flores y árboles habían sido arrancados de raíz.

El camino de piedra estaba roto, todas las figuras del jardín estaban destrozadas y el columpio que había construido su marido también. En la valla, una gran pintada representaba a Meredith como un demonio.

Meredith estaba segura de que Tom y Derek estaban detrás de aquello, y no iba a dejarlo pasar. La furia la invadió mientras se dirigía a la casa de los Schneider. Vio su automóvil en la entrada y supo que habían vuelto.

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Sin vacilar, se acercó a la puerta y llamó con fuerza. Al cabo de un momento, la señora Schneider abrió la puerta, con cara de sorpresa.

“Hola, Meredith. ¿Cómo estás?”, preguntó la señora Schneider con una sonrisa forzada.

“¿Cómo estoy? ¡Tus hijos destruyeron el jardín que mi esposo y yo construimos durante toda nuestra vida! ¿Cómo crees que estoy?”, gritó Meredith, con la cara roja de ira.

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“Oh, vamos, no puede ser tan malo”, dijo la señora Schneider, poniendo los ojos en blanco.

“¿Me tomas el pelo? ¡Lo han estropeado todo! No queda nada que restaurar!”. La voz de Meredith temblaba de frustración.

“Sólo son niños, Meredith. Están pasando por una fase rebelde”.

“¿Sólo niños? ¡No son sólo niños! Son totalmente indisciplinados, egoístas y malos”. Las manos de Meredith se cerraron en puños.

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“¡No te atrevas a hablar así de mis hijos! Y ni siquiera sabes si fueron ellos. No tienes pruebas”, replicó la señora Schneider, entrecerrando los ojos.

Meredith abrió la boca para responder, pero la señora Schneider le cerró la puerta en las narices.

Meredith no podía creerse aquel atrevimiento. La señora Schneider ni siquiera se disculpó. Meredith volvió a su jardín, con el corazón oprimido por la tristeza.

Miró la destrucción a su alrededor, sintiendo el peso de su impotencia. Realmente no tenía pruebas de que Tom y Derek lo hubieran hecho, así que la policía no la creería.

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Entonces, una chispa de esperanza se encendió en su mente. Recordó la pequeña cámara escondida entre las plantas. Su difunto esposo la había instalado hacía unos años para vigilar el jardín y asegurarse de que los animales no se comieran sus cosechas.

Se apresuró a acercarse al lugar donde estaba escondida la cámara. Si la cámara había captado a los chicos en el acto, tendría la prueba que necesitaba.

Meredith llevó la cámara al interior y la conectó al ordenador. Esperó ansiosa a que se cargara el vídeo, con la esperanza de que hubiera captado lo que necesitaba. Cuando por fin apareció la grabación en la pantalla, la observó atentamente.

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Allí estaban, claros como el agua, Tom y Derek, destrozando su jardín. Se reían mientras arrancaban flores, rompían figuritas y pintaban la valla con spray. Guardó rápidamente las grabaciones en un pendrive y se dirigió a la comisaría.

Cuando llegó, explicó la situación al agente de guardia y le entregó las pruebas. El agente revisó las grabaciones y asintió con la cabeza. “Son pruebas claras”, dijo. “Abriremos un caso contra Tom y Derek”.

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Meredith asintió, sintiendo una pequeña sensación de justicia. Decidió demandarles por los daños. Unas semanas más tarde llegó la fecha del juicio. Ella se sentó en la sala, con el corazón palpitante.

El juez revisó las pruebas y escuchó a ambas partes. Al final, el tribunal ordenó que Tom y Derek hicieran trabajos comunitarios. Su tarea consistía en restaurar el jardín de Meredith, y los gastos correrían a cargo de sus padres.

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El castigo no acabó ahí. Los Schneider, avergonzados y furiosos, castigaron severamente a sus hijos. Les quitaron todos sus aparatos electrónicos y les prohibieron ver a sus amigos.

Tom y Derek no estaban contentos, pero Meredith esperaba que aquello les sirviera de lección.

Una mañana, Meredith salió a su jardín y observó cómo trabajaban Tom y Derek. Se fijó en sus torpes movimientos y se dio cuenta de que no sabían hacer nada.

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Luchaban con las tareas más sencillas, parecían frustrados y confundidos. Meredith suspiró y decidió intervenir. “Chicos, dejen que los enseñe cómo se hace”, dijo, tomando la pala de las manos de Tom.

Hizo una demostración de cómo plantar flores correctamente, explicando cada paso con voz tranquila y paciente. “Tienen que cavar un hoyo lo bastante profundo para las raíces, así”, dijo, mostrándoles la profundidad correcta. Derek la observó atentamente, asintiendo con la cabeza cuando empezó a comprender.

Día tras día, Meredith siguió enseñándoles, guiándoles con mano firme pero suave. Poco a poco, los chicos empezaron a agarrar el truco. Cada vez tenían más confianza, sus movimientos eran más seguros.

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Meredith se dio cuenta de que incluso empezaban a disfrutar con el trabajo. Reían y bromeaban entre ellos, y a veces con ella, mientras plantaban nuevas flores y reparaban el camino roto.

Meredith vio que los chicos se sentían culpables por lo que habían hecho. No se habían dado cuenta de las consecuencias de sus actos porque nadie se lo había explicado nunca. Un día especialmente caluroso, decidió prepararles limonada.

“¡Tom! ¡Derek! Vengan a beber limonada antes de que les dé un golpe de calor!”, gritó Meredith para asegurarse de que la oían.

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Los chicos levantaron la vista, se secaron el sudor de la cara y se acercaron a la mesa. Cogieron los vasos de limonada y bebieron con avidez.

“¿Por qué es tan amables con nosotros?”, preguntó Derek, con cara de perplejidad. “Siempre nos hemos burlado de ustedes, los hemos mantenido despiertos por la noche y hemos destrozado su jardín”.

Meredith sonrió amablemente. “Responder a la ira con ira no conduce a nada bueno”, dijo.

Tom frunció el ceño y dijo: “Pero la tratábamos fatal”.

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“Sí, lo hicieron”, convino Meredith, “pero quiero mostrarles que hay otra forma de establecer relaciones. Están haciendo un buen trabajo en el jardín, y agradezco su esfuerzo”.

Derek bajó la mirada hacia su vaso. “Gracias”, dijo en voz baja.

“Sí, gracias”, añadió Tom. “Y sentimos todo lo malo que hemos hecho”.

Meredith asintió, con una sonrisa cálida. “Acepto sus disculpas. Ahora terminen sus bebidas y vuelvan al trabajo. Ese árbol no se plantará solo”.

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Los chicos se rieron, terminaron su limonada y volvieron al trabajo. Meredith los observó con esperanza. Los vio trabajar juntos, con más cuidado y reflexión que antes.

Esperaba haberles dado una valiosa lección que recordarían el resto de sus vidas. Quería que comprendieran la importancia del respeto, del trabajo duro y del impacto de sus acciones en los demás.

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